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Por desgracia, en nuestro país ya estamos acostumbrados a que la actuación de nuestros políticos sea inmune al Derecho y, particularmente, a la responsabilidad. Aceptamos sin dudar que los políticos sólo responderán ante las urnas por sus errores, pero que nunca lo harán ante los tribunales. Esto último sólo sucede, por lo general, cuando se les exige una responsabilidad penal derivada de la comisión de delitos.

Nuestra Constitución prevé una responsabilidad patrimonial del Estado en su artículo 106.2 Constitución Española que va más allá de la responsabilidad de la administración regulada en la Ley 39/2015, y viene configurada en el texto constitucional como una responsabilidad objetiva que solo cesa en caso de fuerza mayor y, por tanto, incluye tanto los supuestos intencionados y culposos de los agentes públicos como el caso fortuito. En realidad, esta responsabilidad se extiende no sólo a las acciones u omisiones de la administración pública sino también al poder judicial y al legislativo, cuya actuación no puede ser inmune al deber general de reparar los daños injustamente causados.

Nuestros juzgado y tribunales vienen exigiendo, para reclamar esa responsabilidad civil del Estado, la concurrencia de tres elementos:

1º.- Acción u omisión ilícita, que puede ser el incumplimiento de una obligación preexistente (responsabilidad contractual) o cualquier otro hecho contrario a Derecho (responsabilidad extracontractual). En el ámbito de las personas privadas esta acción u omisión ilícita debe haber sido cometida con dolo (intencionadamente) o culpa, ya que con carácter general no se responde más allá de la culpa. Sin embargo, el artículo 106.2 de nuestra Constitución incluye, para la responsabilidad de los agentes públicos, el caso fortuito.

2º.- Resultado lesivo. El daño, para resultar jurídicamente relevante, ha de ser cuantificable en dinero, distinguiéndose entre daños patrimoniales y personales, y dentro de estos, los daños morales. En realidad, la reparación sólo puede darse, propiamente, en los daños patrimoniales, pues la vida, la salud, la integridad corporal o el sufrimiento, no pueden ser reparados con dinero, sino tan solo «compensados».

3º.- Nexo de causalidad entre la acción y el resultado. En el caso que no ocupa debemos partir de la declaración de «pandemia global» efectuada por la Organización Mundial de la Salud el pasado 11 de marzo, pero también de las informaciones que los medios de comunicación y las autoridades internacionales han difundido desde que el pasado diciembre de 2019 China declarara la aparición de la epidemia. Durante el mes de enero pasado murieron en China más de 200 personas. A la fecha de redacción de esta nota, tras las durísimas medidas de contención adoptadas por la República Popular de China y la constancia de 3.189 fallecidos, la epidemia de coronavirus parece remitir en el país asiático.

El 31 de enero se conocieron los primeros casos en Italia. El 23 de febrero las autoridades italianas pusieron once municipios en cuarentena, ante la tercera muerte por coronavirus en su territorio. El 8 de marzo, el primer ministro italiano, Giuseppe Conte, extendió la cuarentena a toda Lombardía y a otras catorce provincias del norte, medida que al día siguiente fue extendida a la totalidad del país, cuando contaban con medio millar de fallecidos. A día de hoy, el país transalpino acredita 25.000 casos de infección por coronavirus.

Un caso particular en la evolución estadística de la epidemia lo constituye Singapur, el pequeño estado, de unos cinco millones de habitantes, a pesar de su cercanía con China, ha conseguido revertir el crecimiento natural de la infección —que presenta una curva exponencial— manteniéndose en 130 contagios y ningún fallecido cerrando fronteras con China desde que se declaró el primer caso (2 de enero) —medida que se extendió pronto a cualquier otro país que hubiera declarado casos de infacción— e inmovilizando a la población desde muy pronto (27 de enero).

En el caso español, el primer caso conocido fue el de un turista alemán diagnosticado en la Gomera el 31 de enero, mientras que en la Península se diagnosticó a una turista procedente de Italia el 26 de febrero, aunque posteriormente supimos que la muerte de un ciudadano ocurrida en Valencia el 13 de febrero se debió al COVID-19.

El 31 de febrero, el Director del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias del Ministerio de Sanidad, en nombre del Gobierno, afirmó: «España no va a tener más allá de algún caso diagnosticado» (¿¿??), es más, el 26 de febrero la cuenta oficial del Ministerio de Sanidad en Twitter (@sanidadgob) advertía de que «al volver de una zona de riesgo puedes hacer vida normal, si a los 14 días no has desarrollado síntomas, no es necesario tomar medidas». El 4 marzo el mismo portavoz desaconsejaba cerrar colegios para evitar la propagación del virus, un día antes rechazaba el aislamiento de las personas que hubieran tenido contacto con infectados por coronavirus.

Durante los primeros días de marzo las únicas recomendaciones del Gobierno de España frente al coronavirus fueron lavarse las manos y celebrar algunos encuentros deportivos a puerta cerrada, desaconsejándose, por ejemplo, el uso de mascarillas, en mensaje en Twitter de fecha 5 de marzo, reiterado el 8 de marzo. Resulta notoria, además, la complacencia del Gobierno ante la celebración de actos multitudinarios en España con motivo del 8 de marzo (Día Internacional de la Mujer Trabajadora) cuando ya se contabilizaban 589 casos en toda España, repartidos por todas las Comunidades Autónomas.

A partir del 9 de marzo se sucedieron las medidas de contención reforzada adoptadas por Comunidades Autónomas de manera dispar (cierre de colegios, confinamientos territoriales…) y finalmente el 13 de marzo el Presidente del Gobierno anunció que al día siguiente se decretaría el Estado de Alarma, si bien a la redacción de esta nota aún no ha sido publicado el decreto en el BOE.

¿Justifica esta inacción o retraso de las autoridades sanitarias responsables considerarse un acto ilícito potencialmente generador de responsabilidad civil?

El artículo 43 de la Constitución reconoce el derecho a la protección de la salud estableciendo el deber público de tutelar la salud pública a través de medidas preventivas y de las prestaciones y servicios necesarios.

En nuestra opinión, no resultaría imposible acreditar ante los Tribunales que la actuación del gobierno ante la epidemia de COVID-19 ha incumplido el deber contenido en el precitado articulo constitucional, si bien valorando previamente la responsabilidad que corresponde en cada caso, por un lado al estado central y, de otro, a las Comunidades Autónomas, competentes en materia de sanidad e higiene.

Para acreditar el resultado lesivo habrá que distinguir entre daños personales (demostrables a través de la correspondiente pericial médica o forense) y los daños patrimoniales, consecuencia de la paralización del mercado, que se anticipan cuantiosísimos en los próximos meses o años.

Por último, para acreditar la relación de causalidad entre la omisión negligente de las autoridades responsables de la prevención de la salud y el resultado dañoso, será necesario acreditar ante los tribunales, a través de las pruebas periciales correspondientes, que una actuación diferente, que hubiera reducido la tendencia exponencial natural al contagio del COVID-19, habría sido decisiva bien para evitar el daño o bien para reducirlo, minorando por ejemplo la saturación del servicio sanitario.

En definitiva, no será fácil que los tribunales se aparten de la idea preconcebida de que los gobernantes no son responsables civiles por su actuación, si bien a la vista de la sucesión de acontecimientos que estamos viviendo, parece que no resulta inviable valorar una eventual reclamación de responsabilidad civil del Estado por la inacción o el retraso en las actuaciones de prevención y contención de la epidemia por COVID-19, dado que por desgracia, serán numerosos los daños personales y materiales que traerá consigo.

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